martes, 9 de mayo de 2017

"El suicida" de Anderson Imbert






Enrique Anderson Imbert tiene un microrrelato llamado "El suicida". En él un tipo quiere suicidarse y no lo dejan. Pero lo peor es que sus actos suicidas de alguna forma terminan insolitamente encontrando sus efectos en otras personas. El personaje termina "suicidando" a toda una ciudad. Eso mismo que narra Imbert es lo que está sucediendo al mundo capitalista. El capital está desesperado ante la falta de crecimiento exponencial, entonces, decide matarse (el sueño de todo el arco revolucionario) con la ingesta también de veneno, el petroleo, llevando la contaminación hasta las últimas consecuencias. Pero el capitalismo en estos actos suicidas, no se puede matar si primero no mata a toda una ciudad, a todo un pueblo, a toda la humanidad. Su autoflagelo es en realidad la muerte de los demás componentes que ponen en funcionamiento al sistema. Sin revolución, el suicidio del capitalismo no será otra cosa que la descripción que el final de cuento de Imbert: el incendio total y la muerte de todos.
Aquí el microcuento:
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

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