martes, 30 de mayo de 2017

Quién dijo que no hay que leer a stalinistas

Roger Garaudy fue por mucho un stalinista francés hasta que lo rajaron del PC por su crítica a la URSS. Y las críticas hacia la izquierda también valen, a veces mucho más que las críticas ya obvias al capitalismo. En este libro suyo aporta interesantes reflexiones para la discusión política de nuestros días sobre el crecimiento. Va al grano, a sus defensores los coloca en lo que él le llama "religión del crecimiento". Por ejemplo, habla de lo costoso que hoy en día supone la publicidad (conste que es un libro viejito)  y cita el caso de del New York Times, diario que en un 90% es de contenido publicitario, lo que supone la tala de aproximadamente 15 a 20 hectáreas de bosque canadiense para fabricar el papel . Algo que hasta parece insignificante, a Roger le parece significativamente digno de traerse a debate: el crecimiento salvaje no solo se traduce en la erosión innecesaria de recursos y contaminación, sino que también tiene sus secuelas fisiológicas en forma de stress, como presiones de la vida moderna. Pero rescato una reflexión bien inteligente de Roger como para cerrar este post. Este afirma que el problema ecológico no puede resolverse simplemente con el control de la natalidad de los pueblos más prolíficos ya que un solo yanqui absorbe el equivalente a 500 veces la energía consumida por un hindú en un año. Lo que lo lleva a concluir que si existiera un crecimiento de población de EE. UU. de solo 10 millones de habitantes es más peligroso que el aumento demográfico hindú de 400 millones. El problema principal para Roger es la continuidad de la civilización occidental, que además de injusta (algo que ya sabemos hasta el hartazgo) sus contradicciones estructurales están por hacerla volar en pedazos. Roger podrá ser un stalinista y todo lo negativo que eso implica para un marxista serio, pero entiende mucho mejor la brutal problemática del desarrollo de las fuerzas productivas que otros no stalinistas y que en nada aportan sobre la cuestión. Por eso siempre  decimos que los absolutos no existen, y menos en teoría política.



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